En un principio, el empleo fue definido como el conocimiento aplicable y necesario por parte del trabajador para desempeñar un conjunto de tareas. Esta definición es, y era, sin duda, un concepto sustancialmente individualista. Era un concepto en donde el trabajador se reflejaba con sus tareas, convirtiendo al hombre y su tarea en una suerte de célula que respondía a la idea de "yo y mi conocimiento somos el puesto".
El empleo estaba condicionado sólo a la acción ejercida sobre las tareas. Esta perspectiva lamentablemente aún tiene vigencia. No ha sufrido variaciones desde hace más de cien años. Especialmente, en América latina y en algunos países de Asia.
La otra concepción de empleo no está en relación directa con el conocimiento aplicado a la tarea, sino a la capacidad que tiene el trabajador de aplicar múltiples perspectivas de aprendizaje para mejorar su desempeño, determinado éste, por sus logros.
En otras palabras, predispone al trabajador a pensar orientado en términos de alcance y mejora de resultados. Pensar en resultados es pensar en efectividad. Pensar en tareas es pensar en eficiencia. Y no existe prueba alguna que asegure que hacer correctamente algo nos lleve inexorablemente a alcanzar y mejorar resultados.
La empleabilidad es el verdadero sentido del aporte del trabajador. Es la empleabilidad, la que busca responder al menos a estas cinco preguntas:
¿Qué resultados espera mi jefe de mi trabajo?,
¿Qué resultados esperan mis colegas de mi trabajo?
¿En qué puedo facilitar a mis dependientes para que hagan su trabajo?
¿Mis resultados se alinean con los objetivos de la organización?
¿Qué aprendí que me hizo diferente y qué hizo diferente a mis resultados? Por lo tanto, la empleabilidad y no el empleo, es la condición que permite a un trabajador, además de ser requerido, decidir dónde seguir cultivando sus conocimientos, habilidades y desempeño.
Los consejos que podemos dar al trabajador para cuidar su empleo son:
Comprender cuál es el rol que cada uno de nosotros tiene dentro de la organización, aunque a veces sea complejo definirlo.
Preguntarse cuáles son sus puntos fuertes. Esto induce a pensar, en dónde y cómo puede aportar a su trabajo y a los demás. Ayuda a comprender sus límites y a focalizarse en potenciar sus talentos y no esforzarse por hacer más mediocres sus debilidades.
Preguntarse cómo puede resolver problemas y conflictos. ¿Cómo puedo resolver aquellos obstáculos y limitaciones que me impiden alcanzar el resultado buscado? No siempre se obtienen todas las respuestas, pero al menos no se pierde de vista el objetivo y esa tensión creativa que la une a él. No existe posibilidad de resolución sin un pensamiento reflexivo constante.
Pensar en términos de acciones y no de recursos. La mayoría de la gente, casi como un defecto arraigado, para poder enfrentar un desafío concentra su pensamiento primero en definir qué recursos estiman necesarios y a partir de allí, alinean sus acciones. Es decir, subordinan sus acciones y creatividad al uso convencional de los recursos. ¿Qué ocurre entonces? La capacidad de alternativas se disminuye y las resistencias aumentan.
Un viejo proverbio chino lo exalta muy bien: "Quien quiere hacer algo, encuentra un medio. Quien quiere hacer nada, una excusa".
Otra pregunta importante es: ¿cuál es mi mejor estilo de aprendizaje? ¿Cómo aprendo mejor? ¿Leyendo, haciendo, escuchando, observando? Una ventaja enorme en un mundo de cambios es saber cómo aprender y saber cómo aprender más rápido.
Finalmente, pero no menos importante: no perder la curiosidad. La curiosidad implica búsqueda de nuevos horizontes, cuestionamientos de los actuales. La curiosidad eleva, dignifica la reflexión, nos hace enfrentar nuestros propios miedos y sólo enfrentándolos, es posible avanzar. La curiosidad genera preguntas, las preguntas respuestas y las respuestas dudas. Y esas dudas buscan nuevas preguntas, que las hagan indefensas. La curiosidad es entonces un proceso continuo de experimentación y aprendizaje.